Hola a todos. Me alegra mucho que la serie esté recibiendo esta acogida y me halagan vuestros comentarios. Espero que el resto de capítulos estén a la altura y los disfrutéis.
Por otro lado, disculpad la lentitud con la que van saliendo episodios. Entre el trabajo, máster, familia y miserias varias ando justo de tiempo libre. Para colmo, mi querida Escuela Naval Miliar da mucho juego, creo que éste va a ser el más largo hasta la fecha.
Capítulo III: La Escuela Naval Militar
¿¡Dónde os creéis que estáis!? ¿¡en la Escuela Naval de Paisas!?
¡¡¡ESTO ES… LA ESCUELA… NAVAL… MILITAR!!!
No importa cuántas mayúsculas y cuántos signos de exclamación ponga. Las palabras no bastan para expresar cuán fuertes, cuán atronadores, cuán desquiciados eran los gritos en Marín. La mili nunca se ha llevado bien con el sentido común ni con la sensatez, a ninguno nos sorprende a estas alturas. Si ya hablamos de academias militares, apaga y vámonos.
Pero Marín te lleva a otro nivel. La Champions Leage de la locura. Siglos de tradición militar en Armada más antigua y gloriosa del mundo han dado tiempo de sobra para maquinar uno de los sistemas más perfeccionados en el nobilísimo arte de putear al aspirante (¿cadetes? ¿eso qué es? Lo siento, la Armada no habla pobre) y hacerle lamentar su existencia durante los cinco largos años que va a pasar en la ENM.
Un pequeño manicomio, una constante presión que te oprime el cuello que empieza a cobrar sentido cuando adquieres conciencia de la epopeya que supone vivir y hacer la guerra dentro de los confinados mamparos de un buque. Una plancha de acero que te separa de un entorno, la mar, tan bello y cautivador como hostil, peligroso e implacable. ¿Cómo? ¿Qué tú has echado para Infantería de Marina? Colega, a ti sí que te gusta sufrir…
Nuestra llegada a Marín fue bastante marinera: la calma que precede a la tempestad. Desembarcamos de los buses bien entrada la tarde, formamos y nuestro jefe orgánico, un capitán del ET, nos “entregó” a nuestro comandante de brigada, un capitán de Infantería de Marina. Nuestro capitán se despidió de nosotros con una sonrisa y una advertencia: “esto no es la AGA, aquí sí que os van a mirar a los ojos”.
Tras una breve presentación en el salón de actos, cargamos con nuestras miserias hasta el tercer piso del edificio Méndez Núñez, donde nos instalamos en camaretas de a seis.
Y entonces aparecieron los instructores.
Haré aquí una pausa para explicar rápidamente cómo funcionan las jerarquías en la ENM, centrándome en los alumnos sin titulación de Cuerpo General (CGA) y de Infantería de Marina (CIM). Sus empleos son: aspirante de primero y de segundo, guardiamarina de primero y de segundo y, finalmente en quinto curso, alférez de fragata o alférez.
La ENM es la única academia donde los alumnos de primero saludan a los de segundo. Pero ocurre una cosa muy curiosa: todos los alumnos de la escuela se tutean, con independencia de su empleo. Si eres aspirante de primero y te cruzas con un aspirante de segundo o un guardiamarina, le saludarás con un “a tus órdenes, buenos días/tardes/noches”. Si es un alumno de quinto, “a tus órdenes mi oficial / mi alférez , buenos días/tardes/noches”.
¿Ha quedado claro que en la Armada SIEMPRE se dan los buenos días/tardes/noches? Recordar esto te puede librar de hacerte un palo o un torpedo. ¿Hacerse un qué? Tranquilos, ya lo descubriréis…
A los oficiales egresados, por supuesto, siempre se les habla de usted. Salvo que hayáis coincidido como alumnos en la ENM, en cuyo caso siempre se tutea aunque haya diferencia de empleo. A los alféreces de fragata, alféreces de navío y tenientes de navío se les llama “mi oficial”. Para capitán de corbeta, de fragata y de navío; “mi comandante”. Pero recuerda que un capitán de navío, equivalente a coronel, tiene tratamiento de señoría, por lo que se dice “a la orden de usía, mi comandante, buenos días”. A los almirantes se les dice “a la orden de vuecencia, almirante, buenos días”, sin el posesivo.
Al menos los infantes y los intendentes usan los mismos empleos que los Ejércitos. Pero ojo, porque las divisas de estos últimos son diferentes a las del resto…
Para dar, más si cabe, un nuevo giro de tuerca, en la ENM están los brigadieres. Los veinte mejores alumnos de cuarto tienen esa denominación, y hacen de instructores de los alumnos y de vínculo orgánico entre estos y los comandantes de brigada, que equivalen a los jefes de compañía de las demás academias.
Los brigadieres tienen tratamiento de “mi brigadier”, y se les identifica por una estacha o galón dorado que llevan en la bocamanga derecha del jersey o del “catorce botones” (la chaqueta que portan los alumnos cuando visten de Diario Mod. A). Si visten de camisa, de mimeta o de deporte… estás jodido. Toca aprenderse la orla que dejan en la mesa del cuartelero, donde el tamaño y calidad de las fotos deja muchísimo que desear y sus nombres y apellidos parecen salidos de la última entrega de las Aventuras del Capitán Alatriste.
Porque sí, entrar en la ENM es viajar en el tiempo. Si estás atento y pilotas de Historia, vas a coincidir con gente con apellidos de muy rancio abolengo y cuyos antepasados han forjado la España que hoy día solo existe en los libros y los monumentos.
Por debajo de los brigadieres están los instructores. Hacen el mismo trabajo con nosotros, la gloriosa 10ª Brigada, cuando ésta se activa. Tienen tratamiento de “mi instructor”, todos los marrones y responsabilidades de ser brigadier pero poco de sus privilegios, glamour y prestigio.
Y estos cuatro instructores nos formaron en el patio trasero del alojamiento y nos indicaron cómo sería nuestra vida a partir entonces:
Un aspirante de primero de la ENM no puede caminar, corre a todas partes. No puede usar las puertas principales, debe entrar siempre por detrás. Y tiene T: -5: si le ordenan estar en un sitio a una hora, debe llegar como mínimo cinco minutos antes.
Finalizadas las presentaciones, advertencias y miserias administrativas varias, nos mandaron a dormir.
Como he dicho anteriormente, el sistema de puteo en la ENM está perfeccionado al extremo. En todos los demás centros de formación donde he estado, tanto de tropa como de oficiales, es posible levantarse discretamente antes de diana para afeitarte y asearte tranquilamente.
Aquí no, porque es el instructor el que va a tu camareta a despertarte. En ese momento comienza la contrarreloj: levántate, haz una bola con la ropa de cama, corre hasta el final del pasillo, llega a las duchas, coge tu toalla, vuelve a tu camareta, desnúdate, regresa al baño, dúchate, aféitate, vuelve a la camareta, vístete, baja los tres pisos del alojamiento y corre hasta el comedor.
Todo esto tiene que ocurrir, si no recuerdo mal, en unos diez minutos.
Una vez llegas a la cola del comedor, sin resuello y empapado en sudor, te encuentras con uno de esos jueguecitos que tanto gustan en la Armada: si se pone alguien de más empleo detrás de ti, estás obligado a cederle el paso (“a tus órdenes, buenos días, con tu permiso te cedo el paso”). Él, a su vez, está obligado a negarse. Teníamos orden de dar parte si alguien nos lo aceptaba y se ponía por delante. Pero, por supuesto, los instructores vigilan que tú hagas el ofrecimiento y su omisión se castiga con dureza.
El desayuno en la ENM está muy bien. El problema era que llegaba al comedor a las pulsaciones demasiado altas como para que me entrase cualquier cosa más allá de un par de sorbos de café y dos mordiscos a una tostada. Y tampoco hay tiempo para esperar a relajarte, porque tienes que volver a la carrera al alojamiento (dando toda la vuelta y entrando por detrás, por supuesto), subir los tres pisos, hacer la cama y volver a bajar para formar con el resto de la brigada.
Porque, como me confesaba un aspirante de segundo mientras hacíamos la colada una tarde, “de toda la vida los aspirantes de primero nunca han desayunado”.
Una vez formados, los cien que éramos, con un frente de a nueve, tocaba ir a paso ligero hasta el patio de aulas. Como se deduce de su nombre, es un patio rodeado por los edificios donde se alojan las aulas para los alumnos. En uno de sus lados, precisamente aquél donde nosotros formábamos, está la estatua de uno de los marinos más importantes de la historia: Álvaro de Bazán. Los aspirantes de primero no pueden pasar por delante de él, siempre tienen que rodearlo.
Al llegar a la entrada del patio de aulas, se rompía filas y se volvía formar, a la putísima carrera, en el sitio que nos correspondía dentro del mismo. Es fundamental no “cortar la proa”, no pasar por delante de ninguna otra formación. Pecado capital.
Colocados en el patio, los instructores pasaban revista de uniformidad, moños y barbas. Finalmente, aparecía nuestro comandante de brigada, el capitán infante de marina que mencioné antes. Nos saludaba con un “buenos días, 10ª brigada”.
A lo que respondíamos, gritando como posesos con todas nuestras fuerzas, “buenos días, mi comandante de brigada”.
A ello seguía una nueva carrera hasta el aula correspondiente. Si había suerte, era una dentro del propio patio de aulas. Si no la había, cosa habitual, tocaba trasponer hasta el edificio Isaac Peral.
Una vez llegábamos al aula y nos sentábamos, chorreando a mares, nunca mejor dicho, respiraba aliviado. Había terminado, al menos para mí, la peor parte del día.
Y no eran ni las ocho y media de la mañana.
Destacar que en esta época, finales de octubre, vestíamos uniformidad de trabajo mod. A. Es decir, cazadora, camisa, corbata, pantalón de pinza, zapatos y el infame buque. Sudábamos tanto las camisas que parecía que nos habían tirado a la ría desde el muelle de torpedos.
Las clases estaban bastante bien. Iban desde Historia de la Armada a táctica y logística naval, pasando por unas pinceladas de derecho disciplinario militar. Mi favorita era ceremonial marítimo, donde recibimos unas pinceladas de las seculares e interminables tradiciones de la Armada y su incidencia en la vida diaria a bordo de un buque.
A media mañana, sobre las once, había una parada para el bocadillo. Tenías quince minutos para correr desde el aula hasta la puerta del comedor, donde había unas bandejas llenas de bocadillos y bricks de zumo. Sabían a gloria. El estar sin desayunar quizá influyera.
Tras otra sesión de teóricas, tocaba la educación física. Ello implicaba, antes de comenzar, esprintar otra vez hasta el alojamiento, subir los tres pisos, cambiarse, bajar y formar frente al edificio Almirante Francisco Moreno. Se decidió repartirnos por el resto de brigadas, con la suerte (por decir algo) de que acabé con los infantes de marina.
Es aquí donde aprecié una de las mejores cosas que tiene a día de hoy la ENM. La instrucción física está organizada de maravilla. Es intensa, es durísima y combina muy bien la fuerza y la carrera. Las dos semanas y pico que estuvimos allí, mejoré muchísimo mi forma física.
Que el deporte haya finalizado no quiere decir que se haya acabado el correr. Una vez más, de vuelta al alojamiento y a las malditas escaleras. Tras una ducha exprés de dudosas cualidades higiénicas y volver a ponerse la más que sudada uniformidad de trabajo, carrera escaleras abajo hacia el comedor.
Una vez allí, tocaba esperar en firmes, frente a tu silla, a que apareciera el oficial de servicio. Una vez recibidas las novedades, éste se sentaba, solo, en una mesa colocada sobre una tarima en el centro del comedor. Tocaba por fin, un poco de tranquilidad y disfrutar de la comida.
Al contrario que en la AGA, aquí no había baile de sillas. Cada curso se sentaba separado, sin mezclarse con el resto. Tampoco tenías que servir a tus compañeros de mesa. Ni, como en la AGM, tenías que atravesar con tu bandeja una triste línea de comida. ¡Esto es la Armada, maldita sea! Aquí la gente es elegante y con estilo.
Por eso, mientras tú estabas sentado a la mesa, bajando pulsaciones y devorando las jarras de agua, una entrañable señora gallega aparecía con un cazo enorme y te servía la comida. Y qué comida, señores, madre mía. Con diferencia, la mejor academia de todas.
Terminada la comida, volvíamos a nuestro régimen de carreras y gritos. Y a los malditos tres pisos del alojamiento.
Sin embargo, aquí era donde comenzaba la mejor parte de nuestra estancia en la ENM. Las actividades de la tarde consistían generalmente en subir a la cofa, pasar la pista de aplicación, orden cerrado con el pesado y vetusto Máuser o, principalmente, hacer instrucción marinera. Algún día hubo actividades más especiales, como carreras de orientación o tiro de Victrix con la FN P9, la pistola reglamentaria de la Armada (y cuya ergonomía, comparada con la USP, que es una antigualla, me pareció una basura).
La instrucción marinera se resumía en salir a navegar por la ría de Marín. La ENM tiene para ello diversos tipos de embarcaciones: desde los “nueve metros”, unos botes de remos que te harán sentir como un verdadero condenado a galeras, a las lanchas de instrucción, pequeñas patrulleras a motor bastante más serias. También había todo tipo de veleros, desde pequeñas lanchitas con capacidad para unas cuatro personas a verdaderas goletas, algunas procedentes de incautaciones a narcotraficantes.
Como os podéis imaginar, ninguno de nosotros, oh tristes aspirinos, sabía navegar ni a vela ni a motor, más allá de los hobbys de cada uno. Por ello, siempre nos dividían en pequeños grupos y nos empotraban con distintos grupos de alumnos de la escuela. Fue una experiencia muy entretenida y enriquecedora para comenzar a adivinar los retos que supone el gobierno de un barco en la mar.
Por otro lado, es muy loable que la Armada haga un esfuerzo tan considerable para que sus futuros oficiales sean buenos marinos y navegantes, en una era donde la tecnología y lo digital nos facilitan la vida a costa de hacernos olvidar cómo sacarnos las castañas del fuego cuando aquéllas fallan. Es, además, un factor que nos distingue, y para bien, de otras armadas de nuestro entorno, como nos confirmaban los alumnos de intercambio, principalmente franceses y estadounidenses, que pululan por la escuela.
Finalizada la instrucción marinera, quedaba un último reto: llegar a tiempo a oración. Tras desembarcar y todas las miserias, tocaba una nueva carrera a la desesperada hacia los alojamientos. Fuera chándal, otra vez vestidos de trabajo, y a la carrera al patio de aulas.
Una vez formada allí toda la escuela, se daban novedades al oficial de servicio y se leía la orden del día (sí, a las seis de la tarde, a estos popeyes le gusta hacerlo todo a su manera). Finalmente, se entonaba la oración de la Armada:
Tú que dispones
de viento y mar,
haces la calma,
la tempestad.
Ten de nosotros Señor,
piedad,
piedad, Señor,
Señor, piedad.
Raro fue el día que llegamos a tiempo a oración o dimos las novedades correctamente. El margen horario era, simplemente, imposible, más aún cuando la brigada estaba dividida en varios grupos haciendo diversas actividades a la vez.
Por ello, aunque estuviésemos en paz con Dios, tocaba purgar nuestros pecados con los instructores.
En teoría, los castigos físicos están ya prohibidos en las Fuerzas Armadas. Digo en teoría, porque en la práctica siempre hay formas de doblar un poquito las normas. “No es castigo, es instrucción” y más cosas que los antiguos del lugar habrán visto más de una vez.
Pero, como siempre, la ENM es diferente. No ya porque los castigos físicos estén a la orden del día, sino porque están perfectamente reglados y definidos. Amigos, toca hablar del palo, el torpedo y la estrella.
Una búsqueda rápida en internet os mostrará la famosa cofa de la ENM, situada dentro de un pequeño perímetro ajardinado en frente del edificio Moreno. Aparte de subirla como actividad, existe el castigo de “hacerse un palo”, consistente en dar una vuelta corriendo al perímetro. Ésta es la sanción más leve que puede recibir el alumno, siempre de manos de otro de un curso superior, nunca de un oficial egresado.
A continuación, está el torpedo. La carrera, esta vez, es de ida y vuelta al muelle de torpedos, que comienza justo al lado de la ya mencionada cofa. El palo son unos 200 metros, el torpedo está en torno a medio kilómetro.
Por último, está la reina de los castigos, la estrella: una carrera, partiendo desde la cofa, hacia las cinco esquinas de la escuela, pasando por la cofa cada vez que se completa uno de los brazos de la misma. Hablamos ya de unos cinco kilómetros.
Mientras cumples tu correctivo, está prohibido saludar a los superiores con los que te cruces. Si debes una sanción, tienes prohibido coger el bocadillo de media mañana. Una vez finalizado, tienes que encontrar al que te ha mandado el castigo y darle novedades:
“A tus órdenes, buenos días/tardes/noches. Se presenta el caballero cadete fulano fulánez, encuadrado en la décima brigada. Con tu permiso, te doy orden cumplida de hacerme un palo/torpedo/estrella por…”
Finalizada la oración y la penitencia anexa, eras, con muchas comillas, un hombre libre. Quedarse en la camareta era poco recomendable, porque tienes que estar de pie (no hay sillas y sentarse en la cama es pecado mortal, no hablemos ya de tumbarse), perfectamente uniformado y con la amenaza de que el brigadier de guardia aparezca por ahí a tocar las narices. Ir al casino, al menos durante los primeros días, estaba vedado. Y salir a la calle es, en sí mismo, una aventura.
En la ENM sólo se sale a la calle en las horas en punto. Unos minutos antes, tienes que formar frente a las dependencias del oficial de guardia, vestido con uniformidad de diario. El brigadier de guardia te pasa revista de policía y quedas a merced de sus “preguntitas”: ¿Cómo se llama el oficial de guardia de hoy? ¿y el brigadier de guardia? ¿qué altura tiene hoy la pleamar? ¿a qué hora es el amanecer? Todos estos datos están disponibles en la orden del día. Fallar una pregunta implica la imposibilidad de salir hasta la siguiente hora. Afortunadamente, con los de Cuerpos Comunes eran bastante misericordiosos, pero los aspirantes no pueden decir lo mismo.
Llega la noche, cenas, te relajas, llamas a la familia, ¿piensas que el día se ha acabado? Ay, amigo, ¡esto es la ENM!
“Speech”, qué palabra más odiosa. El último reto del día antes de abrazar la cama y un poquito de tranquilidad.
El “speech” es un pequeño discurso motivador (por llamarlo de alguna manera) que los instructores y brigadieres tienen con sus respectivas brigadas. Si no recuerdo mal, duraban en torno a una hora, en posición de firmes. Eso si había suerte, porque las alternativas a estar en firmes eran correr o hacer flexiones.
El “speech” comenzaba con cuestiones administrativas varias y un resumen de la jornada. Qué cosas habíamos hecho bien y, sobretodo, cuáles habíamos hecho mal. Esto último implicaba purgar, en forma de flexiones, planchas, carreras y similares. Era una situación bastante tensa, con los instructores paseándose por la formación como tiburones en busca de sangre y la constante incertidumbre de si tu nombre saldrá o no en la lista de gente que tiene que purgar esa noche.
También era ocasión para piar. Es decir, pedir pequeños privilegios como usar las puertas principales o que nos bajaran el T -5.
Sin embargo, nosotros éramos afortunados. Los de las demás brigadas, sobretodo los aspirantes de primero, se prolongaban hasta la madrugada. No sé qué les harían, pero los alaridos que se escuchaban desde nuestro alojamiento daban miedo.
Y esto es, en resumen, un día en la ENM.
Con este ritmo frenético, los días y las semanas iban pasando. Algunos días, nos separábamos por especialidades para ver cosas propiamente nuestras: médicos y enfermeros hacían prácticas de sanidad a bordo de las lanchas, los jurídicos iban a juicios en el tribunal de Coruña, los interventores iban a la Jefatura de Intervención de Coruña, etcétera. Pequeños remansos de paz rodeados, por una vez, de gente que no nos era hostil.
La pernocta en la ENM es obligatoria, también los fines de semana. Como ya dije, hay que salir uniformado a la calle. Nuestros uniformes verdes llamaban la atención, entre tanto azul marino. En el caso de entrar en un bar o restaurante y coincidir con alumnos de un curso superior, era obligatorio pedirles permiso para sentarnos allí.
Un día, pidieron voluntarios para dos actividades: una salida con las lanchas de instrucción de casi 24 horas, pernocta en Sanjenjo incluida, y un tema táctico con la Compañía de Alumnos de Infantería de Marina. Como uno es masoquista, me apunté a las dos, que además se realizaban en días consecutivos. Os recomiendo que hagáis lo mismo, sobretodo el salir al campo con los infantes y disfrutar de la instrucción, bastante dura y bajo una presión constante y unas condiciones climáticas horrendas.
Para terminar de empalmar, pocas horas después de volver de navegar tuvimos la cena de brigada. Menos mal que estaba con mal cuerpo y apenas bebí, porque la mañana siguiente fue todavía más memorable, consecuencia de una infracción bastante gorda realizada por algunos compañeros. Lo bastante gorda como para que la brigada entera, con una resaca monumental, se hiciera una estrella.
Otro evento destacable de nuestra estancia de la ENM fue compartir la misma con Su Alteza Real la Princesa de Asturias, doña Leonor. La consigna, no obstante, era tratarla en pie de igualdad al resto de guardiamarinas de primero con los que compartía curso. Eso incluía, entre otras cosas, tutearle, cosa que resultaba bastante chocante.
Compartíamos, además, alojamiento con el destacamento de infantes de marina dedicados a reforzar la seguridad de la princesa durante su estancia allí, con los que hicimos buenas migas y compartimos batallitas.
Lamentablemente, un problema familiar me obligó a abandonar la ENM antes de tiempo y perderme los últimos días allí. Lo más destacable fue la visita, en las mencionadas ocho metros, a la isla de Tambo, situada en la ría justo en frente de la escuela.
Aunque pueda parecer lo contrario, mi experiencia en la ENM fue muy positiva. Sí, es un manicomio. Sí, está llena de reglas absurdas, castigos retrógrados y un régimen de vida desquiciante. Y por eso mismo respeto a los que son capaces de aguantar cinco años, los mejores cinco años de tu vida, en un lugar así. La guerra es un negocio sucio y duro. Y en la ENM saben apretar a la gente para que, llegado el día, sepan tener la cabeza fría y aguantar la enorme presión que supone guerrear en la mar.
Por otro lado, y asqueados del trato recibido en la AGA, era de agradecer el esfuerzo de oficiales e instructores para integrarnos dentro de la escuela y sus actividades.
Con esto, finalizaba nuestra primera fase de formación como oficiales de los Cuerpos Comunes. Se acababa, así, nuestro contacto directo con los ejércitos, sus tradiciones y su idiosincrasia; comenzando a la vez otra fase muy distinta. Tocaba, ahora, desarrollar los cometidos propios de nuestras especialidades y convertirnos, ahora sí que sí, en médicos, enfermeros, músicos, interventores o jurídicos militares.
Pero eso habrá que verlo en el próximo capítulo.